Aire Fresco
Japón es geográficamente infinito, inabarcable e imposible de sentir que estoy cerca de conocerlo o entenderlo todo. Esto es lo que me atrae tanto de vivir acá, pero su a vez es el peor enemigo de una persona con tendencia a la parálisis por análisis. A la hora de decidir qué hacer con mis días libres, lo único que me simplifica la toma de decisiones, que inclina la balanza, es que haya un museo bizarro o un festival importante.
Y así fue como le llegó el turno a Fukuoka para las vacaciones de verano. Para poder presenciar el festival Hakata Gion Yamakasa, uno de los más populares y entretenidos de todo Japón. Miles de hombres vestidos en una especie de taparrabos, divididos en siete equipos acarreando carrozas de más de una tonelada sobre los hombros en una carrera para ver qué grupo lo hace en menos tiempo. Es una ofrenda del esfuerzo colectivo a los dioses con 770 años de historia.
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Lo que no había previsto es todo lo que Fukuoka me hizo sentir. Tan relajada y vibrante a la vez, la ciudad me invitó a sacarme la máscara y simplemente ser. A dejarme influenciar por sus museos poco convencionales, a comer en sus puestos callejeros, a preocuparme un poco menos por lo que tengo puesto.
Lo interesante de que esta prefectura esté más cerca de Corea del Sur que de Tokyo es que las fuerzas que pujan son distintas. Las ópticas se corren y eso se siente fresco, novedoso, sin el tufo de la pose constante de las grandes urbes del país. Y al fin pude entender por qué no me atrae Osaka: porque no logro encontrarle el alma.
Sentí que Fukuoka es y no es Japón a la vez. Sentí que es amable y cálida. Sentí que es genuina. Sentí que, más temprano que tarde, voy a volver.