El Kyoto del Oeste
No sabía lo lindo que podía ser el otoño hasta que me mudé acá, en dónde la planeación de espacios urbanos y el paisajismo compensan los atardeceres a las 16:40 y la falta de mate entre amigos.
Cuando me volví fan del otoño, empecé a llevar una lista de todos los lugares del país que ameritan un viaje a ver ginkgos y arces en drag, rojo furioso. Y sin embargo, a Yamaguchi no lo vi venir.
Entró en mi radar a principio de este año, cuando el NYT lo incluyó en su lista “2024 Travel Destinations: 52 Places to Go This Year”. Ahí se despertó mi curiosidad por una prefectura que, según las estadísticas pre-pandemia, sólo está en el itinerario del 0.6% de todos los turistas extranjeros que llegan al país.
El “Kyoto del Oeste” le llaman, por su charme, su arquitectura y sus paisajes, y vaya si se merece ese pseudónimo altanero. Llevo visitadas 28 de las 47 prefecturas del país (y no llevo la cuenta de la cantidad de pueblos y ciudades) pero, hacía rato no me un lugar nuevo no me hacía sentir así. Yamaguchi era un underdog que entró por la ventana y se coló directo en el top 3 de mis viajes domésticos favoritos.
Fue una escapada de 4 días que me recargó, me inspiró y me refrescó las esperanzas en mí misma y en la humanidad.
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Fue adorar las escenas de la vida cotidiana slow de los locales; fue atesorar la charla 1 a 1 con la pintora Mariko Sakai cuando la conocí en su propia exhibición en un museo; fue lagrimear cuando me encontré de casualidad con una instalación sonora de Ryuichi Sakamoto en un templo budista; fue dar grititos de emoción en las mil y una tienda y museo de cerámica local que visitamos en Hagi; fue parar en cada cuadra por encontrar un cafecito de autor más pintoresco que el anterior; fue sentirme abrazada por la charla con la señora de lentes gruesos que maneja hace 38 años el kissaten con el mejor curry japonés que comí en mucho tiempo.
Fue renovar los votos que nos hicimos con Japón ese diciembre de 2017 que me vio llegar.