Yo confieso
Qué gran invento de control de masas la culpa judeocristiana. La muy zorra no me abandona ni aunque hayan pasado 25 años desde que me di cuenta de que no soy creyente.
Vuelvo a pensar en ella mientras trato de ordenar y etiquetar todos los sentimientos que me traje de un viaje de fin de semana en Kyoto. Fui por primera vez hace seis años y fue una experiencia poco grata, pero era pleno verano y preferí atribuirle la incomodidad al clima para engañar a mi cabeza. Y aún así, me costó todos estos años encontrar una excusa válida para volver.
Este viaje fue con planes muy particulares: un restaurante, un museo y una experiencia de café. Tres actividades para las que teníamos reservas que habíamos perseguido por meses. Tres actividades que eran en barrios nuevos para mi, y que me permitían evitar la zona más turística. Pero sin embargo, una vez más, esta ciudad no me caló hondo. Peor aún, estuve chinchuda casi todo el tiempo. Por los 26 grados en pleno otoño, por los turistas que se parece que parecen reproducirse por fisión binaria y brotar desde abajo de las piedras, por lo imposible que es conseguir un buen lugar para comer sin cola, por la culpa de no entender qué le ven los demás a este lugar que yo no estoy logrando ver.
No hay dudas de que Kyoto es un lugar hermoso, pero a mi no me llega. Kyoto no me transmite nada y me da una culpa terrible ponerlo en palabras. Qué bronca me da sentir tanta culpa, y qué culpa me da sentir tanta bronca.
En un intento de exorcizar estos sentimientos, de enjuagar los recuerdos de este viaje, hice por primera vez un video cándido, lleno de fragmentos de cotidianidad de este fin de semana. Nada rimbombante, nada para incluir en una Lonely Planet. Simplemente pedacitos de Kyoto en los que logré encontrarme.